Presenciar un concierto como el protagonizado por Kraftwerk esta noche en el Universal Music Festival es un privilegio. El tiempo, siempre implacable, sigue imponiéndose a nuestra finitud y cada vez es más difícil acompañar a los verdaderos precursores de las músicas populares frente al escenario. Es ley de vida.
El grupo alemán, pionero en casi todo cuando hablamos de música electrónica, sigue activo más de medio siglo después. Y al rastrear la increíble obra que esgrime volvemos a topar con la evidencia: el influjo de Kraftwerk es difícil de parangonar. Sin su visionaria aportación, el synthpop, el techno, el hip hop, el post-punk y mucho del rock que conocemos sonarían distintos. Entre sus seguidores y alumnos encontramos decenas de músicos decisivos, como David Bowie, Depeche Mode o los fundadores techno de Detroit. Y en su glorioso haber tienen muchas composiciones de calado global.
También sorprende que esta música –concebida en su mayor parte hace más de cuarenta años– siga apelándonos con la potencia del primer día y nos invite a reflexionar –desde su aparente frialdad– sobre asuntos tan vigentes como las imposiciones del algoritmo, la colonización de nuestra vida cotidiana por parte de la tecnología y la manera en que cabe articular nuestras relaciones personales en dicho contexto. Fuera de categoría –como los puertos de ese Tour de Francia al que dedican una de sus mejores partituras y que ha sido uno de los mejores pasajes del concierto– circula su puesta en escena. No solo por la espectacularidad de la misma, sino por integrarse en el show con envidiable sincronía.
Uniformados con sencillos trajes que permitían la interacción con el imponente despliegue luminotécnico, comenzaron mapeando el genoma del electro en “Numbers” y descifrando el código binario de corporaciones y agencias de seguridad en “Computer World”. Aunque el primer punto álgido de la velada llegó con “Spacelab” y el guiño al público reflejado en pantalla: la nave espacial aterrizó en la misma puerta del Teatro Real. Eso por no hablar de “The Man-Machine”, que propició una reunión con los ancestros de la IDM entre vocoders; del audaz volcado de ideas en “Electric Café” o del inabarcable paisajismo sonoro de la eterna “Autobahn”, en la que se percibían trazas de proto drum’n’bass. Siguen estremeciendo, también, sus elocuentes reflexiones sobre soledad e incomunicación –“Computer Love”– y sobre el concepto de celebridad en nuestro día a día: “The Model”, con su arquitectura de perfectas curvas melódicas. En el caso de “Radioactivity”, publicada en 1975, la conmoción es incluso mayor porque podemos llegar a la conclusión de que no hemos aprendido gran cosa desde entonces.
Más allá del increíble arsenal de temas para la eternidad que el cuarteto atesora –el final fue de traca gracias a canciones como “The Robots”, “Trans-Europe Express” o “Musique Non Stop”–, impresiona confirmar que, partiendo de la pura experimentación, Kraftwerk se convirtieron en uno de los iconos más importantes del universo pop. Los afortunados asistentes a su concierto en Universal Music Festival lo han vivido así, correspondiendo con mucho respeto e incluso más aplausos.